En lo profundo de Puerto Rico, rodeado de montañas que acariciaban al pueblo de Luquillo, vivía una mujer llamada Bela. Desde muy temprana edad, su padre le enseñó el arte de ganarse la vida vendiendo agua de coco. Con el tiempo, Bela vivió sola, pero su pequeño jardín, lleno de cinco palmas de coco, era suficiente para ella. Cada mañana, se levantaba temprano para cuidar su cosecha, y su agua de coco era refrescante para todos sus vecinos, quienes llegaban en busca de su vaso.
Sin embargo, una mañana, al llegar a su casa, Bela descubrió algo terrible. Exclamó con tristeza: "¡Oh, no! ¿Qué le pasó a mis palmas?" Encontró todas sus palmas tiradas en el suelo, destrozadas, y todo su huerto convertido en un desastre. Los vecinos llegaron, sorprendidos, preguntándose quién podría haber hecho semejante atrocidad. Bela, desolada, comenzó a llorar. Sentía que había perdido todo.
Pasaron los días, y nadie sabía nada de Bela. Se había encerrado en su casa, ahogada por su angustia. Pero mientras ella vivía en su dolor, los vecinos no la olvidaron. Decidieron unirse y limpiar su huerto.
Una mañana, mientras Bela estaba acostada, sintió los cálidos rayos del sol en su rostro. Se levantó y abrió la puerta que daba hacia su jardín. Al ver lo que había sucedido, su tristeza comenzó a desvanecerse, y una sonrisa iluminó su rostro. Su huerto estaba limpio, el desastre ya no existía. El pasto verde cubría la tierra, y el espacio se había transformado en un pequeño paraíso donde podía sentarse a contemplar el atardecer.
Los vecinos, al ver que Bela sonreía nuevamente, se unieron a ella, compartiendo una charla tranquila y agradable. Fue en ese momento que Bela descubrió algo importante: en los momentos más simples, la verdadera felicidad se encuentra donde reside la paz.
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